La generación que más papas ha tenido
Somos la generación que más papas ha tenido. Y no lo digo como dato curioso, sino como una realidad profundamente simbólica. En apenas unas décadas, hemos sido testigos de algo que generaciones enteras no vivieron en siglos: la presencia y ausencia de tres papas tan distintos, tan humanos, tan necesarios.
Crecimos con Juan Pablo II, el papa peregrino, el que llenaba estadios y plazas, el que hablaba con los jóvenes en un lenguaje que se entendía más allá de las palabras. Lo vimos envejecer, enfermar, resistir. Y también lo vimos morir con una dignidad serena que nos enseñó que incluso el dolor puede ser un testimonio.
Luego vino Benedicto XVI. Más discreto, más intelectual, pero no menos valiente. Su renuncia insólita, inesperada
marcó un antes y un después. ¿Cómo así que un papa puede decir “hasta aquí”? Con él aprendimos que la fe también sabe retirarse en silencio, que el liderazgo espiritual no siempre se ejerce desde la cima del monte, sino desde el recogimiento.
Y entonces llegó Francisco, el papa del sur. El que habló de una Iglesia pobre para los pobres, el que no temía abrazar, incomodar, llorar. Francisco no solo fue el primer papa latinoamericano, fue quizás el más cercano a nuestra fragilidad contemporánea. Su forma de mirar, de hablar con sencillez, de romper moldes, nos hizo repensar lo que significa creer, acompañar, vivir en comunidad.
Hoy, con su partida, no solo cierra una etapa. Se cierra también un capítulo que nos atravesó como generación. Porque no se trató solo de tener más papas tres en dos décadas sino de lo que representaron: respuestas distintas a las preguntas de un mundo en transformación.
Somos la generación que más papas ha tenido, sí. Pero también la que más ha buscado sentido, verdad, consuelo. Y en cada uno de ellos encontramos algo distinto: la fortaleza, la razón, la ternura. Tres formas de hablar de Dios… y de hablarnos a nosotros mismos.
Reflexión extraída de María Fiat.
